BY ANTONIO O. RODRIGUEZ
ESPECIAL/EL NUEVO HERALD
La corta temporada del unipersonal Mujeres, a cargo de la compañía La Quimera, de Valladolid, fue un estimulante cierre de año para la programación de teatro en español en Miami. El espectáculo, bajo la dirección de Tomás Martín Iglesias, está conformado por Una mujer sola y El despertar, dos monólogos escritos por Darío Fo y Franca Rame durante la segunda mitad de los años 1970, en los que se apela al humor y el sarcasmo para reflexionar sobre diversos problemas de la mujer contemporánea.
Durante hora y media de representación, Selma Sorhegui cautiva al público con dos retratos femeninos que, aunque dibujados con trazos burlescos, alcanzan una notable humanidad. Mientras disfrutaba de su maduro desempeño artístico de esta actriz cubana --en especial de su expresión corporal-- no pude evitar subirme en la máquina del tiempo y remontarme al año 1983, cuando la vi en escena por primera vez. Fue en el Teatro Nacional de Guiñol, en La Habana, en la renovadora versión de El pequeño príncipe creada por Flora Lauten con sus estudiantes de actuación del Instituto Superior de Arte. En esa lectura política del relato de Saint-Exupéry, una veinteañera Sorhegui interpretaba el personaje de la Serpiente (trasmutada, como resultado de un proceso de homologías y analogías, nada menos que en la Estatua de la Libertad) con un trabajo que revelaba tempranamente sus aptitudes para el lenguaje del cuerpo.
La heroína de Una mujer sola es una suerte de Gelsomina moderna que, a través de una ventana, mientras plancha la ropa, expone a una vecina su condición de víctima de la violencia que ejercen sobre ella el marido y el cuñado, quienes la utilizan para satisfacer sus deseos sexuales. Secuestrada en su hogar, rodeada de un sinfín de aparatos electrodomésticos --transformada ella misma en un utensilio más--, el personaje expone su vía crucis con una divertida mezcla de resignación y destellos de ingenua rebeldía. El montaje convierte las sábanas que cuelgan de un extremo a otro del escenario en un retablo de títeres o un muro donde la mujer aparece y desaparece, como un muñeco desmembrado, en busca de un espacio y una identidad propios. Sorhegui apela a una estilizada y efectiva técnica de clown para la construcción de su vapuleada, pero aun así picaresca, ama de casa.
El despertar, una pequeña joya del binomio Fo-Rame, aborda las problemáticas de la doble jornada de trabajo de la mujer de hoy, la automatización de sus rutinas cotidianas, el estrés nuestro de cada día, la incomunicación y la indiferencia de una pareja a la que solo pareciera interesarle ver los partidos de fútbol por la televisión y dormir. Selma Sorhegui consigue una sostenida organicidad y un uso de la pantomima realmente virtuoso en la relación madre-hijo. Un hallazgo la figura del marido yaciente, de quien únicamente logramos ver una mano (¡de goma!).
La puesta en escena de La Quimera, precisa y llena de imaginación, sustenta con solvencia el ánimo crítico de dos textos que, a tres décadas de su estreno, no han perdido ni una pizca de actualidad en su acercamiento a la condición femenina de hoy. Algo --según se mire-- muy bueno o sumamente lamentable, cabría concluir. •
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Presentado por Teatro en Miami Studio (TEMS)
ESPECIAL/EL NUEVO HERALD
La corta temporada del unipersonal Mujeres, a cargo de la compañía La Quimera, de Valladolid, fue un estimulante cierre de año para la programación de teatro en español en Miami. El espectáculo, bajo la dirección de Tomás Martín Iglesias, está conformado por Una mujer sola y El despertar, dos monólogos escritos por Darío Fo y Franca Rame durante la segunda mitad de los años 1970, en los que se apela al humor y el sarcasmo para reflexionar sobre diversos problemas de la mujer contemporánea.
Durante hora y media de representación, Selma Sorhegui cautiva al público con dos retratos femeninos que, aunque dibujados con trazos burlescos, alcanzan una notable humanidad. Mientras disfrutaba de su maduro desempeño artístico de esta actriz cubana --en especial de su expresión corporal-- no pude evitar subirme en la máquina del tiempo y remontarme al año 1983, cuando la vi en escena por primera vez. Fue en el Teatro Nacional de Guiñol, en La Habana, en la renovadora versión de El pequeño príncipe creada por Flora Lauten con sus estudiantes de actuación del Instituto Superior de Arte. En esa lectura política del relato de Saint-Exupéry, una veinteañera Sorhegui interpretaba el personaje de la Serpiente (trasmutada, como resultado de un proceso de homologías y analogías, nada menos que en la Estatua de la Libertad) con un trabajo que revelaba tempranamente sus aptitudes para el lenguaje del cuerpo.
La heroína de Una mujer sola es una suerte de Gelsomina moderna que, a través de una ventana, mientras plancha la ropa, expone a una vecina su condición de víctima de la violencia que ejercen sobre ella el marido y el cuñado, quienes la utilizan para satisfacer sus deseos sexuales. Secuestrada en su hogar, rodeada de un sinfín de aparatos electrodomésticos --transformada ella misma en un utensilio más--, el personaje expone su vía crucis con una divertida mezcla de resignación y destellos de ingenua rebeldía. El montaje convierte las sábanas que cuelgan de un extremo a otro del escenario en un retablo de títeres o un muro donde la mujer aparece y desaparece, como un muñeco desmembrado, en busca de un espacio y una identidad propios. Sorhegui apela a una estilizada y efectiva técnica de clown para la construcción de su vapuleada, pero aun así picaresca, ama de casa.
El despertar, una pequeña joya del binomio Fo-Rame, aborda las problemáticas de la doble jornada de trabajo de la mujer de hoy, la automatización de sus rutinas cotidianas, el estrés nuestro de cada día, la incomunicación y la indiferencia de una pareja a la que solo pareciera interesarle ver los partidos de fútbol por la televisión y dormir. Selma Sorhegui consigue una sostenida organicidad y un uso de la pantomima realmente virtuoso en la relación madre-hijo. Un hallazgo la figura del marido yaciente, de quien únicamente logramos ver una mano (¡de goma!).
La puesta en escena de La Quimera, precisa y llena de imaginación, sustenta con solvencia el ánimo crítico de dos textos que, a tres décadas de su estreno, no han perdido ni una pizca de actualidad en su acercamiento a la condición femenina de hoy. Algo --según se mire-- muy bueno o sumamente lamentable, cabría concluir. •
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Presentado por Teatro en Miami Studio (TEMS)
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